El otro día tomando café con una amiga psiquiatra que trabaja con niños y adolescentes en la Unidad de Salud Mental de un hospital de Sevilla, me contaba que tenía ganas de hacerse con un buen número de cuentos para trabajar con sus pacientes:
-¿cuentos? dije
Y me acordé de uno de mis adolecentes más difíciles; un alumno de 13 años, qué llegó al departamento de mano de la Jefe de estudios porque ya no sabían qué hacer con él: agresiones, insultos, peleas con los compañeros, desafíos al profesorado y una silla por la ventana fue lo que le envío de una manera casi precipitada a la puerta de mi despacho.
Muchos fueron los días, y los intentos de acercarme a él, de llegarle de alguna forma, de intentarle cambiar esa actitud hacia el centro, ese rictus en la cara de odio hacia todo el mundo…
A base de horas, y de conocernos intuí que había algo detrás, que Rubén, que así se llamaba, no solo tenía conductas desafiantes y negaitvistas, sino que además detrás de esa impasividad, se observaba una excesiva pero reprimida inquietud motora (fue capaz de ensartarme todo una caja de clips mientras leía, y a su vez su pie izquierdo no paraba de moverse) cuando leía se saltaba líneas, y su grafía era propia de un déficit atencional…
¿Será hiperactivo? Fue la primera vez que me acercaba al problema y empecé a investigar el trastorno, y descubrí como lo que le pasaba a Rubén era de libro, como los niños con TDAH que no han sido tratados, muchos de ellos caen en el conocido efecto bola de nieve:
Y en este proceso de aprendizaje, di con un cuento que casualmente tenía su nombre: RUBÉN EL NIÑO HIPERACTIVO:
Se lo leí, y la respuesta fue casi mágica, se le cambió la expresión de la cara, cambió el tono de su voz y me llamó por primera vez por mi nombre dijo casi susurrándome:
-Marta, ¿Me lo puedo llevar a casa para enseñárselo a mis padres?
Desde ese día, la relación entre Rubén y yo cambió para siempre, y desde ese día creo en la fuerza de los cuentos como terapia.